miércoles, 16 de marzo de 2011

44394212

Una araña en mi teclado

27/06/10
La historia de un primer beso. Escrito por: alguien que no tiene experiencia en besos.
Llevo soñando con mi primer beso desde que tenía (un principio muy común) ocho o nueve años, cuando empezaba a tener conciencia de lo que veía. La culpa es de mis educadores y de las demás niñas del orfanato. Su gran obsesión por las princesas Disney se había convertido en mi único entretenimiento a la hora de irse a dormir. ¿Cómo querían que durmiese un vampiro? Aunque no les culpo por lo de obligarme a permanecer noches y noches con los ojos cerrados durante doce, sí, doce largas e interminables horas. Encima por la noche... ¡La mejor etapa del día! Antes de irse a dormir ponían una cursilada de esas en las que el final siempre es feliz y se besan bajo la luz de la Luna y las brillantes estrellas al lado de un lago... Las niñas cada vez que veían esa parte daban grititos tontos y decían que ellas serían princesas a las que besaría un príncipe de mayor. Siempre que las veía las envidiaba. Yo también quería besar a alguien, pero nadie querría besarme a mí. Al menos del modo que yo quería ¿besar?
Recuerdo cuando empecé realmente a querer un beso; una de las muchas noches que me levanté a buscar a mis educadores. Nuestra habitación estaba al final del pasillo. A nuestra derecha quedaba un saloncito con una mesa y un sofá. Enfrente del saloncito una habitación oscura a la que nadie, excepto dos jóvenes de último año, se atrevía a entrar.
Abrí la puerta procurando que ninguna de las chicas se diese cuenta de que salía por octava vez ese año. Estabamos a mediados de septiembre y, aunque ninguna había salido del orfanato en verano, acababa de empezar el curso escolar. Miré al frente y vi que no había nadie. Pista libre. El cuarto oscuro estaba vacío. El saloncito... Salía una luz. Abrí la puerta y ví a cuatro de los de último año dormidos en los sofás. Uno tenía una mini televisión. Esa era la luz que salía del saloncito. Me acerqué a ver qué estaban viendo antes de que pasase el huracán que les llevó al sueño. Era uno de los míos. ¡Era un vampiro! De los de verdad... Tenía a una mujer en sus manos y estaba besándola. ¿Otra película cursi? No, no era Crepúsculo. El vampiro besó a la mujer y esta le arrancó la camiseta. Estaba cayendo en la trampa... La besó y al separar los labios una gota de sangre cayó al suelo. Se escuchó un grito de la mujer y el chico de la televisión se levantó de golpe.
Lo que pasó después no tiene mucha importancia. El chico me devolvió a mi habitación y otras seis horas de sueño finjido.
No puedo quitarme esa imagen de la cabeza. Nunca he probado la sangre. No creas eso que dicen que los vampiros no podemos vivir sin sangre y blah, blah, blah. Eso es mentira. Estamos muertos. Somos inmortales. ¿Cómo vamos a morir siendo inmortales...? Mi querido amigo Drácula ha sufrido muchas humillaciones. A lo que iba. Mis educadores y mis compañeras de habitación me estaban creando un trastorno bipolar. Los educadores intentaban que fuese menos niña y las niñas intentaban que fuese más niña. Me pintaban con pintalabios que a saber de dónde los habían sacado... Me ponían vestidos cursis y me llamaban Blancanieves por tener la piel blanca. Los educadores me quitaban eso y me ponían los sosos vaqueros negros que se podía permitir el orfanato. Me estaban volviendo loca. Me deprimía y me reía al mismo tiempo. Las princesas son algo a lo que tengo pudor desde el primer vestido rosita. Pensé en morder a alguna niña, pero me llamarían rara por besar a una chica. No había niños en el orfanato, pues los niños sirven para la guerra y no los abandonan.
La primera vez que vi a un niño de mi edad fue cuando ya no podía considerársele niño. Tenía catorce años. Era la noche de San Juan, mi primera vez, de la única noche que nos dejaban estar fuera del edificio. Fue en la primera hoguera. Las ocho chicas con las que había compartido el cuarto y mi vida estaban rodeando la hoguera. Una de ellas me tenía cogida de la mano, por miedo al fuego supongo. Los mayores pasaban un poco del tema. Miré al edificio iluminado por la hoguera y lleno de sombras. Una, dos, tres, ocho, doce, catorce, veinte, treinta y uno, trescientos ¿cuatro? Fuera del orfanato eramos trescientos tres muertos de hambre. ¿Ese cuatro...? ¿Quién era el cuatro del trescientos? Habré contado mal, pensé. Eran sombras, era difícil de contar trescientas y pico sombras. Estaban demasiado juntas. Volveremos a contar, no tenía nada mejor que hacer.
Nada mejor que hacer hasta que mi compañera me soltó la mano y salió corriendo al fuego. Nada mejor que hacer hasta que todos desaparecieron en la hoguera. Todos menos el cuatro del trescientos... Todos menos el cuatro y el tres, que era yo. Era mi oportunidad de probar la sangre... Quizá, era la última oportunidad que tendría. Soy inmortal, ¿cómo iba a matarme?

No hay comentarios:

Publicar un comentario